guntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua1, su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta2 de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante3 con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta4.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la visera5, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo:
-Señor Quijana6 -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado7 a caballero andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto8 y espaldar9, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase10 le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en aquel