pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
-Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando.
-Ya te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
-A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió Sancho.
-No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen1 velando que durmiendo. Pero, con todo esto2, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así fue la verdad.