testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y, cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principio a tantos sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apretada la tenían. El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio1 que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo:
-Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando, iba a caer en el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto, que a las espaldas2 de don Fernando se había puesto porque no le conociese, prosupuesto3 todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
-Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descan