otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente1, si bien me pidiésedes una guedeja2 de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.
-No ha menester nada deso mi señora, señor caballero -dijo a este punto Maritornes.
-Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? -respondió don Quijote.
-Sola una de vuestras hermosas manos -dijo Maritornes-, por poder deshogar3 con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor que si su señor padre la hubiera sentido4, la menor tajada della fuera la oreja.
-¡Ya quisiera yo ver eso! -respondió don Quijote-; pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada5, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al darle la mano, dijo:
-Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir6, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la be