lo podía hacer hasta dar fin a un negocio1 en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.
-Eso no haréis vosotros -replicó don Luis-, si no es llevándome muerto; aunque, de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar contra su voluntad aquel muchacho.
-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
-No hay para qué se dé cuenta2 aquí de mis cosas: yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
-Harásela a vuestra merced la razón -respondió el hombre-; y, cuando ella
no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos3 obligados.
-Sepamos qué es esto de raíz -dijo a este tiempo el oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió:
-¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y, abrazándole, dijo:
-¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis,