-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero1 trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo2, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta mano a su espada, dijo:
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu3 cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás4. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover5 piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba6 con su adarga, y no se osaba apartar7 de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco8, y que por loco se libraría9, aunque los matase10 a todos. También don Quijote