que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros1; y, como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían2 juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados3 los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras4 que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno; porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo5, y luego, junto a él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera6 de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido7 que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce8, lucios9, gordos y famosos10, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo11 pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate12 Benengeli fue historiador muy curioso13 y muy puntual en todas las cosas; y échase bien de ver, pues las que quedan