ido, bajó de la cuesta y llegóse1 a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
-Como eso puede desparecer2 y contrahacer3 aquel ladrón del sabio mi enemigo. Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue4, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero... Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y, al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero.
-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que me ha sucedido? Sin duda, este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero, reparando un poco más en ello, echó de ver en la color5, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber; y fue tanto