los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo1, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo: -¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron2 llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo -respondió Sancho-; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar -respondió don Quijote. -Bien podrá ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. -Retírate tres o cuatro allá3, amigo -dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)-, y desde aquí adelante ten más cuenta 4con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación5 que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
-Apostaré -replicó Sancho- que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no