tarán de las espaldas1. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego2, no lleva pergenio3 de volver por él jamás; y ¡para mis barbas4, si no es bueno el rucio5!
-Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como su dueño nos vea alongados6 de aquí, volverá por él.
-Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-, o, por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
-En eso no estoy muy cierto -respondió don Quijote-; y, en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad estrema.
-Tan estrema es -respondió Sancho- que si fueran para mi misma persona, no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutacio7 caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto8. Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía,