bleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate1 ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
-Y ¡montas2 que no sabría yo autorizar el litado3! -dijo Sancho. -Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo.
-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que le sabría bien acomodar, porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba4 tan bien la ropa de muñidor5, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas6, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas. -Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver7 lo que eres.
-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.
-Pues, ¿cómo sabes tú -preguntó don Quijote- que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
-Yo se lo diré -respondió Sancho-: los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéron