sucedido a caballeros andantes. Iba pensando en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado -después que le pareció que caminaba por parte segura- sino de satisfacer su estómago con los relieves1 que del despojo clerical habían quedado; y así, iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando2 en su panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de aquella manera, un ardite3.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda4 y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
-¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!
Y buscando más, halló un librillo de memoria5, ricamente guarnecido. Éste le pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y