con él y no se le había dado, ni a él se le acordó1 de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el rostro; y, tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de ver2 que no le hallaba; y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las barbas y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué le había sucedido, que tan mal se paraba.
-¿Qué me ha de suceder -respondió Sancho-, sino el haber perdido de una mano a otra, en un estante3, tres pollinos, que cada uno era como un castillo?
-¿Cómo es eso? -replicó el barbero.
-He perdido el libro de memoria -respondió Sancho-, donde venía carta para Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa. Y, con esto, les contó la pérdida del rucio4. Consolóle el cura, y díjole que, en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen. -Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que después la trasladaremos. Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas veces