día ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la emperatriz, heredera de un rico y grande1 estado de tierra firme, sin ínsulos ni ínsulas2, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su señor, que cosa contingente y muy agible3 era venir, con el discurso del tiempo, a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo, o otra dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
-Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber agora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos. -Suélenles dar -respondió el cura- algún beneficio, simple o curado, o alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada4, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto.
-Para eso será menester -replicó Sancho- que el escudero no sea casado y que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo, que soy casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué será de mí si a mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes?
-No tengáis pena, Sancho amigo -dijo el barbero-,