desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado, le dejan que se muera, o que se vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto melindre: si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa.
-Calla, niña -dijo la ventera-, que parece que sabes mucho destas cosas, y no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
-Como me lo pregunta este señor -respondió ella-, no pude dejar de respondelle.
-Ahora bien -dijo el cura-, traedme, señor huésped, aquesos libros, que los quiero ver.
-Que me place1 -respondió él.
Y, entrando en su aposento, sacó dél una maletilla vieja, cerrada con una cadenilla, y, abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que era Don Cirongilio de Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y el otro, la Historia del Gran Capitán2 Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero y dijo:
-Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina.
-No hacen -respondió el barbero-, que también sé yo llevallos al corral o a la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella.
-Luego, ¿quiere vuestra merced quemar más libros? -dijo el ventero. -No más -dijo el cura- que estos dos: el de Don Cirongilio y el de Felixmarte.
-Pues, ¿por ventura -dijo el ventero- mis libros son herejes o flemáticos, que los quiere quemar?
-Cismáticos queréis decir, amigo -dijo el barbero-, que no flemáticos.
-Así es -re