que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los demás se le ofrecieron, con todo lo1 a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo2 que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegó a la venta un coche, con algunos hombres de a caballo3. Pidieron posada; a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.
-Pues, aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo que habían entrado-, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda4, y dijo:
-Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora5, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
-Sea en buen hora -dijo el escudero.
Pero, a este tiempo, ya había salido del coche un hombre, que