y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.
Pero engañóse mucho en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo1, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:
-Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo; que asaz2 de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos3 afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran.
-¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste -dijo uno-, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que no queremos más de dar cebada4 a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa5.
-¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? -respondió don Quijote.
-No sé de qué tenéis talle -respondió el otro-, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.
-Castillo es -replicó don Quijote-, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.
-Mejor fuera al revés -dijo el