tido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado1. Pero, por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo2, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado3 de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:
-Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó4 o no pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y el criado prosiguió diciendo:
-Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia.
-Pues, ¿cómo supo mi padre -dijo don Luis- que yo venía este camino y en este traje?
-Un estudiante -respondió el criado- a quien distes cuenta5 de vuestros pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que hacía vuestro padre al punto que os echó menos6; y así, despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despa