lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita1; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della.
-¡Pecadora de mí! -dijo a esto Maritornes, que estaba delante-: primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo.
-Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo -respondió don Quijote-; que, como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro mundo; que de allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas.
Y sin decir más se fue a poner de hinojos2 ante Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza3 fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían4 los dos huéspedes a mal traer5 al ventero; pero, así como llegó, embazó6 y se estuvo quedo7, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese a su señor y marido.
-Deténgome -dijo don Quijote- porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho, que a él toca y atañe esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones8 muy en su punto9, todo en daño