ellas -dijo don Quijote-. Dígolo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún castillo donde sea curado de mis feridas1. Y más, que no tendré a deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel buen viejo Sileno, ayo2 y pedagogo del alegre dios de la risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy hermoso asno.
-Verdad será que él debía de ir caballero, como vuestra merced dice -respondió Sancho-, pero hay grande3 diferencia del ir caballero al ir atravesado como costal de basura.
A lo cual respondió don Quijote:
-Las feridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan. Así que, Panza amigo, no me repliques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor que pudieres y ponme de la manera que más te agradare encima de tu jumento, y vamos4 de aquí antes que la noche venga y nos saltee5 en este despoblado.
-Pues yo he oído decir a vuestra merced -dijo Panza- que es muy de caballeros andantes el dormir en los páramos y desiertos lo más del año, y que lo tienen a mucha ventura.
-Eso es -dijo don Quijote- cuando no pueden más, o cuando están enamorados; y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra6, y a las inclemencias del cielo, dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno déstos fue Amadís, cuando, llamándose Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo allí haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor7 que le hizo la señora Oriana. Pero