dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra desgracia al jumento, como a Rocinante.
-Aun ahí sería el diablo1 -dijo Sancho.
Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros2, y ciento y veinte pésetes y reniegos3 de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como arco turquesco4, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejó5 su asno, que también había andado algo destraído con la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro6 que Sancho ni su amo no le fueran en zaga7.
En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más a menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino real8. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más averiguación, con toda su recua.
Capítulo XVI. De lo que le sucedió al ingenioso9 hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo
El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída