hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco. -Engáñaste en eso, Sancho -respondió don Quijote-; que, ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos1; y, cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo.
Y así, picó2 a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y, habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima3 de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta4. Bajó el cabrero, y, en llegando5 adonde don Quijote estaba, dijo:
-Apostaré6 que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada. Pues a buena fe que ha7 ya seis meses que está en ese lugar. Díganme: ¿han topado8 por ahí a su dueño?
-No hemos topado9 a nadie -respondió don Qui