arroja de sí como con un trabuco. Y con esta manera1 de condición hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben qué decirle2, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito3 el nombre de Marcela; y encima de alguna4, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí sospira5 un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas6. Cuál hay que7 pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar8 los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol9 a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado10 ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta11 del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso