andantes reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate contar agora, si el dolor me diera lugar1, de algunos que, sólo por el valor de su brazo, han subido a los altos grados que he contado; y estos mesmos se vieron antes y después en diversas calamidades y miserias. Porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole preso, más de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una coluna de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló en una honda sima2 debajo de tierra3, atado de pies y manos, y allí le echaron una destas que llaman melecinas4, de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo5; y si no fuera socorrido en aquella gran cuita6 de un sabio grande7 amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. Ansí que, bien puedo yo pasar entre tanta buena gente; que mayores afrentas son las que éstos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto está en la ley del duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la horma8 que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella9. Digo esto porque no pienses que, puesto que que