desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes. Y la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que, por aquel mesmo camino, de dos diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver1 hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle:
-Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros?
-¿Qué? -dijo don Quijote-: favorecer y ayudar2 a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente3 le conduce y guía el grande4 emperador Alifanfarón5, señor de la grande6 isla Trapobana7; este otro que a mis espaldas8 marcha es el de su enemigo, el rey de los garamantas9, Pentapolén del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? -preguntó Sancho. -Quierénse mal -respondió don Quijote- porque este Alefanfarón es un foribundo pagano y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya.
-¡Para mis barbas10 -dijo Sancho-, si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de11 ayudar en cuanto pudiere!
-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque, para entrar en batallas semejantes, no se requiere ser armado caballero.
-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-,