pero, ¿dónde pondremos a este asno que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar en ella en semejante caballería no creo que está en uso1 hasta agora.
-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que tendremos, después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque por otro. Pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta2 de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y, para que mejor los veas y notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusierónse sobre una loma, desde la cual se vieran bien las dos manadas que a don Quijote se le hicieron ejército3, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir:
-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes4, que trae en el escudo un león coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco5, señor de la Puente de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo6, gran duque de Quirocia; el otro de los miembros7 giganteos, que está a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbarán8 de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta que, según es fama, es una de las del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó de sus enemigos.